Entrevista a Emilio Tenti Fanfani
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Introducción
De la Primera Parte
Los ensayos
reunidos en la primera parte de este libro se proponen mirar el mundo de la
escuela y la educación básica desde afuera. Todo cambio en un campo social
determinado (la economía, la ciencia y la tecnología, la estructura social, la
cultura, la política y otros) "se siente" en la escuela. En la
práctica, un tercio de los habitantes del país forma parte directa del mundo de
la educación, ya sea como estudiante o como profesor o administrador del
sistema educativo., Por lo tanto, es difícil comprender lo que sucede en el
interior de las instituciones si no se presta atención a lo que sucede en el
ámbito más general de la sociedad.
En casi todos
los países de América Latina la década de los noventa fue prolífica en
"reformas y transformaciones". En el caso de la Argentina muchos
cambios fueron obra de la política, es decir, de la voluntad colectiva y las
relaciones de fuerza en el campo político. Sería difícil hacer siquiera una
síntesis de los grandes acontecimientos. Sin embargo, es preciso recordar
algunas cosas que vinieron para quedarse. Luego de la experiencia de la
hiperinflación de fines de los años ochenta, se apodera del control del Estado
una fuerza política basada en una alianza muy peculiar. Los intereses de los
grupos económicos más ligados a las corporaciones transnacionales se tradujeron
en políticas que modificaron profundamente el esquema político institucional
del país. Y lo pudieron hacer con la legitimidad conquistada en las urnas y
refrendada, al menos en los primeros tiempos, por el veredicto cotidiano de la
opinión pública.
El peculiar "Estado
Benefactor" argentino fue desmantelado prácticamente sin resistencias. Sus
promesas incumplidas y sus manifestaciones poco felices (burocratización, corrupción,
ineficiencia, clientelismo político, corporativismo y otros) y una campaña bien
afinada de desprestigio de lo público fueron los pilares sobre los que se basó
un programa reformista inspirado en el neo-liberalismo (en las cuestiones
económicas) y el neoconservadurismo (en algunos asuntos de índole ético-moral).
Este programa adquirió matices bastante radicales si se lo compara con procesos
similares registrados en otros países latinoamericanos e incluso en el ámbito
mundial.
El denominado
"modelo" económico liderado por el ex ministro de economía Domingo
Cavallo y el ex presidente Carlos Menem introdujo transformaciones profundas y
duraderas en la articulación Estado/sociedad en la Argentina. La privatización
de los principales servicios públicos, la apertura de la economía y la
desregulación de diversos campos de actividad se tradujeron en un
debilitamiento sensible de las instituciones públicas en beneficio de la
liberación de las iniciativas y los intereses "privados". Estos se
convertirían en el motor del crecimiento y el desarrollo de la sociedad
nacional. El menemismo hizo política por denegación, es decir, negando que la
hacía. El programa del gobierno de turno, se sintetizó en la consigna de
"achicar el Estado" y, por lo tanto, reducir "lo público" a
su mínima expresión. El "modelo" se convirtió en "pensamiento
único", es decir, en ortodoxia, y poco espacio quedaba para quienes se
atrevían a cuestionar sus pilares fundamentales. Esta hegemonía tendió a
manifestarse como sentido común de la población. La dicotomía Estado-mercado
organizaba las visiones del mundo. El primero era el lugar de todos los
pecados, defectos y errores, y en el mejor de los casos se lo consideraba un
"mal inevitable". El mercado, por su parte, era el espacio de todas las
virtudes y potencialidades. El Estado estaba habitado necesariamente por
burócratas y políticos, por lo general ineficientes, incapaces y corruptos. En
cambio, los emprendedores, en tanto sujetos protagónicos del mercado, se
controlaban a sí mismos a través de un sistema automático de premios y
castigos, tan inapelables como "objetivos". Las leyes del mercado son
eternas y justas porque son "naturales", mientras que las leyes de
los parlamentos son injustas porque obedecen a voluntades y relaciones de fuerza
contingentes, arbitrarias y parciales. Las leyes del mercado no necesitan
ejecutores, ya que producen ganadores y perdedores de un modo automático. En
cambio, las leyes humanas necesitan de legisladores, ejecutores y jueces,
siempre falibles en potencia, cuando no sobornables y corruptos.
Durante algunos
años (1992-1994 y 1996-1998) el crecimiento del PBI y la famosa convertibilidad
(un peso, un dólar) permitieron disminuir el índice de pobreza, que había
crecido significativamente en los años de la crisis de fines de los ochenta.
Las clases medias e incluso las clases medias bajas que tenían una inserción en
el mercado de trabajo formal pudieron darse ciertos "lujos" antes
reservados a las clases más acomodadas, como hacer turismo en el exterior,
adquirir bienes de consumo durables y demás. Sin embargo, el famoso modelo
mostró muy pronto signos de agotamiento. Ya sea por efecto de crisis externas
(efecto Tequila, por ejemplo) o por sus propias contradicciones internas (tipo
de cambio, deuda externa, desindustrialización salvaje y desempleo masivo,
creciente concentración de los ingresos, etc.), los problemas no tardaron en
hacerse presentes en diversos ámbitos de la vida nacional.
El final de
este "proceso" fue tan trágico y rotundo como el del otro "Proceso"
de triste memoria. El desempleo masivo se tradujo nuevamente en pobreza masiva,
exclusión social, inempleablididad, etc. La cuestión social se expresó en el
campo de la política de una manera abrupta y dramática. El gobierno del
presidente De la Rúa, al persistir con el modelo de la convertibilidad, es
derribado por las movilizaciones populares al finalizar el año 2001. El
escenario de "felicidad" de los años noventa se trueca en tragedia y
la sociedad nacional se encuentra al borde de la desintegración social.
La convertibilidad
terminó en una devaluación de casi el 300%. La Argentina declaró el default de
gran parte de su deuda externa. Pero muchas transformaciones introducidas
durante la vigencia del "modelo" y muchas de sus consecuencias
sociales son irreversibles, al menos durante el posmenemismo. Ya pasada la última crisis, la Argentina que quedó es bastante diferente de la
Argentina de fines de la década del ochenta y los primeros años de la de la
década del noventa. La experiencia histórica muestra que la salida de las
crisis económicas y sociales marca un deterioro de las condiciones
estructurales, en especial en términos de pobreza y desigualdad en la
distribución de la riqueza.
Pero el problema social argentino no es únicamente de índole cuantitativa
(más pobres, más desigualdad, más crisis). No sólo hay más problemas, sino que
éstos tienen una configuración diferente y son más complejos. Los cambios son
de tal calidad que incluso los científicos sociales no tienen las palabras
necesarias para dar explicaciones pertinentes. Vivimos en un nuevo mundo y en
una nueva sociedad. De esto no cabe la menor duda. El uso reiterado del
concepto de "exclusión social", que no tiene tradición ni una
definición precisa en el campo del análisis sociológico denota la existencia de
una nueva "cuestión social" como característica particular de esta
fase del desarrollo de las sociedades capitalistas contemporáneas. Mientras que
el capitalismo de posguerra tendía a la integración social a través de la generalización
de la condición de asalariado, entendida como un estatuto social jurídicamente
garantizado (con estabilidad y todos los derechos sociales asociados), el
capitalismo actual es excluyente y no puede asegurar la integración de las
mayorías al consumo y al trabajo formal. La informalidad, la precariedad, la
flexibilidad, la inestabilidad y otros factores constituyen fuentes de
inseguridad y desestabilización social.
A la vez, el capitalismo multiplica las formas de la pobreza. Esta es
cada vez más multidimensional y heterogénea. No es sólo una cuestión de
insuficiencia de ingresos, sino que también tiene múltiples manifestaciones
culturales que la diferencian de las viejas formas de pobreza, típicas del
capitalismo de la segunda posguerra. La tendencia a la homogeneidad cultural
(en términos de valores, preferencias, estilos de vida, expectativas, etc.) que
caracterizaba a la sociedad argentina hasta la década del sesenta del siglo XX
ha sido sustituida por una fragmentación y una separación crecientes entre los grupos
y las clases sociales. La imagen que predomina ahora no es la de una carrera de
ciclismo donde una minoría lleva la delantera, seguida de un pelotón que reúne
a la mayoría de los corredores (unos más cerca de la punta, otros un poco más
atrasados), y por último, de una minoría de atrasados que, sin embargo, sienten
que todavía están en carrera. Hoy es otra la representación de la sociedad.
Unos pocos se apropian de los mejores puestos y acaparan el grueso de la
riqueza generada. En el otro extremo y mucho más numerosos que los
privilegiados están los que se encuentran literalmente fuera del sistema
productivo y dependen de la caridad pública o privada para subsistir. En el
medio se hallan los que tienen una inserción parcial y defectuosa en el mercado
de trabajo y padecen distintos grados de vulnerabilidad e inseguridad. Son las
víctimas primeras de las crisis recurrentes y deben hacer malabarismos para
mantenerse a flote.
Cuando uno mira qué es lo que sucede con la escolarización se
encuentra con una situación paradojal: los años en que se gesta la exclusión
social registran un crecimiento constante de la inclusión escolar. En otras
palabras, mientras que la economía y el mercado de trabajo excluyen y
desintegran, la escuela escolariza a proporciones cada vez más elevadas de
niños y jóvenes. Esta contemporaneidad de la exclusión social y la
incorporación escolar (que por cierto no es exclusiva de la Argentina) es una
de las marcas distintivas del momento que vivimos y una fuente de nuevos
problemas para la institución escolar. Las familias, los alumnos y los docentes
viven cotidianamente la consecuencia de esta conjunción de fenómenos. El
carácter masivo de la exclusión y la escolarización genera, entre otras cosas,
una crisis del sentido tradicional de la escuela. Para los "nuevos
alumnos" que concurren a ella, la escuela no es necesariamente un lugar
donde se aprenden cosas importantes para la vida. Se pueden pasar muchos años
en la escuela, se pueden alcanzar títulos y certificados (por ejemplo, el diploma
de bachiller) sin haber desarrollado competencias tan elementales y
estratégicas como el cálculo de proporciones, la lectura comprensiva y la
capacidad de expresión escrita, sin hablar de otros aprendizajes más complejos
y estratégicos (como el desarrollo de determinados criterios éticos, estéticos,
etcétera).
La masificación de la escolaridad con exclusión social ha producido un
terremoto en las instituciones de educación básica. Estas parecieran haber
perdido el rumbo. A su vez, los viejos modos de hacer las cosas ya no sirven
para resolver problemas inéditos. Los actores escolares, en especial los
docentes y los directivos, viven su trabajo, en muchos casos, como una misión
imposible.
Pero los nuevos alumnos (en especial, los nuevos adolescentes que se
han incorporado en forma masiva al nivel medio durante los últimos diez años)
no sólo son diferentes desde el punto de vista de sus condiciones materiales de
vida, sino también diferentes en cuanto a dimensiones más profundas de su
subjetividad. Ellos también están marcados por las huellas que dejan en su
subjetividad los nuevos contextos familiares donde desarrollan su existencia y
los consumos culturales que los caracterizan. Diversos estudios muestran que
para rendir cuentas de sus lenguajes, preferencias, estilos de vida, actitudes
y expectativas son más importantes las experiencias extraescolares (la familia
y los consumos culturales masivos) que los años de escolaridad. Ellos
"importan" en la escuela lo que desarrollan afuera.
Las instituciones educativas que acogen a estos "nuevos
alumnos" parecieran no estar a la altura de las circunstancias. El
paradigma escolar tradicional ya no sirve para dar sentido a la experiencia
escolar. No les sirve ni a los alumnos, ni a los docentes ni a la sociedad. Lo que
por fuerza de la tradición llamamos "sistema" ya no es ese conjunto
interdependiente de partes que tiene un centro desde donde se lo dirige y
orienta en función de objetivos sociales más o menos claramente establecidos.
Ese sistema escolar que nació como un molde institucional lo suficientemente
fuerte para formar ("dar forma") a las nuevas generaciones a fin de
convertirlas en sujetos, ciudadanos, productores, etc., según modelos
hegemónicos, hoy se presenta como un conjunto social y territorialmente desarticulado
que tiende a tener sentidos diferentes de acuerdo con la composición social y
cultural de quienes lo frecuentan. Todas las formas de dominación social (la
económica, la de género y otras) tienden a reproducirse en el sistema escolar.
Las instituciones "fuertes", es decir, aquellas que son capaces de
formar (en cualquier sentido o contenido que se le dé a la expresión), tienden
a ser patrimonio de los grupos dominantes. En cambio, las instituciones de los
grupos subordinados tienden a ser pedagógicamente débiles en términos de
apropiación cultural. En ciertos casos límite, son instituciones
intrascendentes o espacios que adquieren otro sentido, bastante alejado del
paradigma fundacional. Este es el caso de las escuelas "comedor" o
escuelas "socializadoras y contenedoras", cuando no
"disciplinadoras" de las nuevas generaciones.
La primera parte de este libro reúne algunos ensayos que tienen por
objeto proponer una mirada sociológica del nuevo contexto social y escolar. Son
ensayos porque sólo contienen argumentos, la mayoría de las veces no
acompañados de evidencias empíricas fuertes y explícitamente construidas para
sostenerlos y fundamentarlos. Los pocos datos y hechos aportados la mayoría de
las veces funcionan como ejemplos que vuelven razonables las proposiciones y
tesis desarrolladas. El hilo conductor que estructura la primera parte es la
idea de que en las condiciones actuales la escolarización tiene otros
significados acerca de los cuales es preciso reflexionar. Hoy es difícil
sostener la idea de que existe una correlación entre la escolarización y el
desarrollo de conocimientos poderosos en las personas. Si esto es así, la
inclusión escolar en muchos casos está ocultando la exclusión del conocimiento.
Pero como el conocimiento es un capital (riqueza que produce riqueza), quienes
no lo poseen en cantidad suficiente quedan excluidos de otros bienes sociales
tan estratégicos como la integración social, la capacidad expresiva y
productiva, la riqueza y el poder. De este modo el círculo se cierra: la
desigualdad y la exclusión social son al mismo tiempo causa y consecuencia de
la exclusión cultural.
De la Segunda Parte
En la segunda parte se pasa de las cosas a las palabras de la
educación. Como enseñan las mejores tradiciones sociológicas, los hechos
sociales existen dos veces. La primera como objetividad, cuya existencia es
relativamente independiente de las ideas que nos hacemos de ellos. Sin embargo,
los hechos existen también como representación. Pero las palabras no sólo
describen, sino que también prescriben o construyen eso que enuncian. Por eso,
para comprender la relación entre la cuestión social y la cuestión escolar
contemporáneas hay que incluir en el análisis las palabras, es decir, los
discursos y las ideas que nos hacemos acerca de esas cuestiones. Hay muchos
agentes sociales que "hablan" o "escriben" acerca de las
cosas de la educación. Sus discursos no son neutros, ya que existe una lucha
por ponerles nombre a las cosas, por establecer relaciones que están determinadas
por los intereses y posiciones de aquellos que hablan de educación. Esta
segunda parte incluye una serie de trabajos que tienen como objeto el análisis
de ciertos discursos; en especial, discursos que pretenden cierta
"cientificidad" acerca de las cosas de la educación. En ellos también
predomina la mirada crítica, que por cierto incluye en primer lugar la propia
producción del autor de estos ensayos.
Las ciencias sociales y las ciencias de la educación no están a la
altura de las circunstancias y, por lo tanto, no contribuyen a elevar el debate
público y la agenda de la política educativa nacional. La mayoría de las veces
lo que los académicos y expertos producen está más próximo al discurso
periodístico (y en muchos casos sin los beneficios del buen estilo) que al campo
intelectual. Este último, en especial en el caso de las ciencias sociales,
debería combinar la coherencia y la claridad teórica con la evidencia empírica.
En cambio, lo que tiende a predominar es el discurso teórico sin evidencia y la
presentación de información empírica (cuantitativa o cualitativa) sin ningún
razonamiento conceptual que le dé sentido y coherencia.
Necesitamos conocer mejor las cosas de la educación para actuar mejor.
El conocimiento no es ajeno a la política, es decir, a la intervención sobre
los asuntos humanos para hacer que la experiencia social se aproxime más a un
deber ser socialmente construido. El conocer por conocer no vale la pena. Pero
a fin de que la producción intelectual sea algo más que un conjunto de
requisitos para la carrera académica o profesional de los productores, tiene
que ser comprensible, es decir, transmisible para que esté al alcance de
quienes tienen la capacidad de influir sobre la política educativa.
Parafraseando al gran sociólogo alemán Norbert Elias, en Compromiso y distanciamiento, se
puede decir que la barca de la escuela tiene que navegar en un mar cada vez más
agitado. Sus tripulantes y pasajeros, si quieren escapar a la vorágine que los
rodea, deben estar en condiciones de "entender lo que sucede a su alrededor".
Una adecuada definición de la situación se convierte en una condición para
encontrar las soluciones adecuadas y llegar a buen puerto. Esta comprensión
requiere una dosificación adecuada de "compromiso y distanciamiento".
Compromiso con determinados valores (la construcción de una sociedad más justa,
más libre y más rica) que orientan y dan sentido a la acción. Distanciamiento
de las pasiones e intereses corporativos inmediatos como para ver bien y ver
más allá del presente y, por lo tanto, para ver mejor. Por eso, es importante
la crítica de las armas teóricas y conceptuales que permiten un conocimiento
más adecuado y certero de las cosas de la sociedad y la educación.
Este libro no se propone comunicar "verdades", sino
contribuir a crear conciencia sobre la complejidad y la novedad de los
problemas de la agenda educativa actual. Por eso lo primero que busca no es
convencer, sino "hacerse entender". Esta es una condición básica para
dialogar, debatir, polemizar y edificar mediante la deliberación democrática
visiones y políticas aptas para construir una sociedad más justa. Ojalá sea
útil no sólo para los políticos y administradores de la educación, sino, y de
un modo particular, para los docentes que en forma cotidiana están obligados a
"ponerles el cuerpo" a las múltiples y difíciles consecuencias
cotidianas de la escolarización con exclusión social.
Por último
Este texto reúne una serie de trabajos, la mayoría de ellos publicados
en revistas especializadas. Como tales, llegaron a públicos muy diferentes y
fragmentados. Es probable que reunidos en este volumen no sólo tengan otro
significado, sino que lleguen además a otros destinatarios. En todos los casos
predomina un interés práctico/político y no académico/técnico. Sin embargo, y
más allá de las citas, todos ellos llevan las huellas de determinadas
tradiciones sociológicas clásicas y contemporáneas. En cierta medida, el libro
no está dirigido a especialistas y colegas del autor, sino que se propone
llegar a un público más amplio. En una sociedad que se pretende democrática, es
mucho lo que está en juego cuando se trata de la educación básica. Por lo
tanto, no se trata sólo de un problema de especialistas, sino de una cuestión
de ciudadanía.
Buenos Aires, marzo de 2007
Primera Parte
Problemas sociales del nuevo capitalismo
Desde
el momento constitutivo de los Estados-nación latinoamericanos se produjo una
profunda diferenciación entre dos ámbitos de vida. Por una parte, el mundo de
la sociedad y la cultura tradicionales de base rural, y, por el otro, el
emergente modo de vida urbano, industrial y relativamente integrado (comercial
y culturalmente) con los grandes centros mundiales de desarrollo capitalista
(Europa y los Estados Unidos). Los sistemas educativos latinoamericanos son
contemporáneos al Estado-nación moderno y tuvieron una clara misión de
convertir la "barbarie" en "civilización". Esta función
manifiesta se encarnó en las instituciones y prácticas educativas en toda
América Latina.
Los
primeros y más grandes "éxitos" de la escuela latinoamericana se
registraron en las ciudades. Donde las sociedades experimentaron procesos de
desarrollo y movilidad, la escuela acompañó y facilitó estas transformaciones.
Los ritmos y modalidades de inserción de las economías latinoamericanas en la
estructura económica del capitalismo mundial fueron extremadamente
diferenciados. Lo mismo puede decirse del desarrollo del liberalismo y la
democracia política.
Los
actuales procesos de globalización reforzaron las tendencias al desarrollo
desigual. Por una parte, los sectores urbanos ya integrados en la economía
mundial estuvieron en mejores condiciones para reconvertirse a las nuevas
lógicas de producción e intercambio. Los sistemas educativos fueron acompañando
estas transformaciones también de un modo desigual.
Las
desigualdades históricas de la educación básica (en términos de oportunidades
de acceso, rendimiento y calidad) están en vías de profundizarse como resultado
de las transformaciones recientes de la economía y la sociedad
latinoamericanas. Los objetivos homogéneos y homogeneizadores de la vieja
escuela pública de la etapa constitutiva de las repúblicas modernas contrastan
de manera creciente con un sistema educativo cada vez más diferenciado,
segmentado y "descentrado". Esta fragmentación, en gran medida, tiene
la misma morfología que la estructura de la sociedad.
En
consecuencia, el problema de la educación básica no existe en forma singular,
sino plural y diferenciado según el segmento social de que se trate. Muchas
veces la desigualdad y la exclusión social se manifiestan y conviven con la
diferenciación y exclusión espacial y territorial. Cada vez en mayor medida,
distintos mundos conviven en el espacio más y más heterogéneo de los Estados
nacionales latinoamericanos. Mejorar las chances de vida futura de los niños de
la región requerirá una estrategia diferenciada que tenga en cuenta la
especificidad de sus problemas y necesidades educativas.
El
texto que sigue tiene dos partes. En la primera se trata de proponer un
argumento para entender el sentido de lo que podríamos denominar "la
cuestión social contemporánea". En la segunda se proponen algunos
criterios para una política de desarrollo de la educación básica en el contexto
del desarrollo social, tal como éste se presenta en la actualidad.
1.
Problemas sociales del capitalismo
1.1.
Pensar relaciones
Razones
de simple sentido común, y también razones epistemológicas, obligan a pensar
los problemas sociales y educativos contemporáneos desde un punto de vista
relacional e histórico. No existe lo social como una sustancia independiente de
lo político, lo económico y lo cultural. Por otro lado, todo objeto social (la
pobreza, la exclusión, la familia, el Estado) es el resultado de un proceso.
Por eso, una verdadera ciencia social no puede dejar de ser histórica. El
propio lenguaje que usamos para hablar de las cosas sociales tiene su historia,
que es preciso conocer. Esta perspectiva relacional e histórica es la más
adecuada para captar las especificidades, las particularidades de las
situaciones que debemos enfrentar en el presente.
Durante
la segunda mitad del siglo XIX
y las primeras décadas del siglo XX,
tanto en el campo político como en el intelectual, se instaló una preocupación
por los desajustes y problemas sociales emergentes del advenimiento progresivo
de la sociedad capitalista, industrial y urbana. Esta "gran
transformación", como la calificó Karl Polanyi (1992), conmovió los cimientos de la sociedad tradicional, desde aquellos que
estructuraban su sistema de relaciones económicas hasta los que organizaban el
mundo de la cultura y la misma "subjetividad" de los hombres.
Este
proceso, que el sociólogo alemán Norbert Elias (1983) denominó "civilizatorio", es multidimensional y afecta en forma contemporánea distintas
dimensiones de la vida social. Contra ciertas visiones deterministas simples e
ingenuas que pregonan determinadas precedencias lógicas y temporales
("primero el desarrollo de las fuerzas y relaciones productivas, luego las
relaciones sociales y después las superestructuras culturales", por ejemplo), estas transformaciones transcurren por caminos
más complejos. Más que pensar en causas simples y lineales, es preciso pensar
en causalidades estructurales y recíprocas, ya que ciertos factores son
eficientes en la medida en que actúan combinados con otros. A su vez, los
efectos que producen, por lo general, terminan por afectar sus propias causas.
Así, mientras algunos tienden a pensar que el mercado es una institución
"natural" y que, en cierta medida, "existe desde siempre" (y
que durante mucho tiempo su funcionamiento libre fue deliberadamente
interferido por la ignorancia o mala voluntad de los hombres), un análisis elemental de la historia nos obliga a
reconocer que se trata de una configuración social que tiene un origen y
determinadas condiciones sociales de emergencia y desarrollo que no se
manifiestan de la misma manera en todo momento y lugar.
1.2.
Capitalismo y Estado moderno
En
efecto, ¿cómo comprender la expansión de la lógica de la producción y el
intercambio capitalistas sin tomar en cuenta el advenimiento del Estado moderno
y su monopolio de la violencia física y simbólica legítimas sobre los hombres
que habitan en un territorio bien determinado? A su vez, esta
"institución" (es decir, un sistema de reglas que estructuran las prácticas
humanas en un campo determinado), si quiere traducirse en prácticas y
comportamientos, requiere la conformación de agentes (capitalistas, obreros y
otros) dotados de ciertas predisposiciones específicas, es decir, de modos de
percepción, de valoración y de acción en situaciones específicas. En otras
palabras, el mercado como arreglo institucional requiere (y al mismo tiempo
genera) ciertos modos de ser o, en otras palabras, una determinada
subjetividad, esto es, un "código moral" o "código de comportamiento"
(Sen, 1993).
Los
procesos de desarrollo de las tecnologías de transporte y comunicación, el
despliegue de las fuerzas productivas, la aparición de nuevos y más complejos
modelos de división funcional del trabajo y la consecuente extensión de las
cadenas de interdependencia de los hombres son procesos que se manifestaron en
la conformación de un nuevo modo de producción caracterizado por el paso de la
economía de subsistencia a una economía monetaria "de mercado". Estas
transformaciones, a su vez, son contemporáneas con el desarrollo del Estado
nacional como resultado de un proceso de concentración de poder en un centro
(París, Roma o Buenos Aires) que permitió "pacificar" territorios
antes ocupados por unidades de poder menor cuyas relaciones a menudo se caracterizaban
por la rivalidad y el conflicto armado.
El
monopolio de la violencia física legítima permitió la circulación libre de las
mercancías, los hombres y la cultura en espacios territoriales más amplios que
el de las viejas ciudades-Estado, por ejemplo. Pero el Estado también
reivindicó con éxito el monopolio del ejercicio de otro tipo de violencia
legítima, el que tiene que ver con su capacidad de imponer determinados
significados. El Estado impone una lengua nacional, una historia común y un
conjunto de símbolos que identifican a los ciudadanos de un país como parte de
una unidad que los trasciende. Posee la capacidad de oficializar relaciones
sociales tan relevantes como las que tienen que ver con la reproducción
biológica y social de la población, y las relaciones de propiedad. Sólo el
Estado otorga una identidad oficial (acta de nacimiento y documento de
identidad, acta de matrimonio, divorcio, defunción, etc.). El Estado da (o
"legaliza") títulos oficiales, sean éstos de propiedad o de bienes
materiales o simbólicos tan estratégicos como el conocimiento (títulos
escolares).
Este
Estado es una construcción social que se desarrolló en el tiempo y fue objeto
de lucha y conflicto social entre intereses y proyectos contrapuestos. Es
imposible pensar el mercado y la producción capitalista, en su forma
contemporánea, independientemente de estas transformaciones en el plano de la
política y el derecho que se manifiestan en instituciones sociales novedosas.
Por último, economía y política existen en una sociedad determinada, conformada
por agentes dotados de ciertas características objetivas y subjetivas, tales
como condiciones de vida, propiedad, cultura, valores y demás. El capitalismo
tiene y necesita de un "espíritu", es decir, produce subjetividades y
comportamientos diferentes.
1.3.
La cuestión social como asunto de Estado
Las
viejas formas de la "ayuda social", basadas en la lógica de la
caridad cristiana y su versión secularizada, la filantropía, pronto se
mostraron insuficientes para responder al tamaño y la complejidad de la
"cuestión social" capitalista (Tenti Fanfani, 1989a). El problema
social fue adquiriendo dimensiones tales que obligó a la sociedad a desplegar
nuevas estrategias de intervención. El Estado asumió la función de prestar asistencia
a los explotados y oprimidos, víctimas del primer capitalismo. Para ello
desplegó un sistema normativo e institucional que fue creciendo paulatinamente
con el tiempo. A su vez, los asalariados capitalistas fueron adquiriendo cierta
capacidad para actuar en forma colectiva en defensa de sus intereses frente a
los patrones y frente al Estado. Son conocidos los análisis del sociólogo
inglés Alfred Marshall acerca del progresivo desarrollo de los derechos
civiles, políticos y sociales. Los obreros del capitalismo constituyeron sus
propias organizaciones sociales (sindicatos) y políticas (los partidos
socialistas europeos), y lograron modificar los equilibrios de poder en su
propio beneficio.
1.4.
El trabajo se convierte en empleo
El
primer capitalismo, luego de un largo proceso de lucha y negociación,
transformó el trabajo humano en empleo, es decir, en una actividad humana
regulada socialmente, estructurada mediante un sistema legal sancionado y
administrado por el Estado. La relación de trabajo entre el asalariado y el capitalista
no se define exclusivamente en función del poder y la capacidad de presión de
las partes tomadas de manera aislada. Los protagonistas de esta relación
contratan en el contexto de un marco legal que define derechos y deberes
específicos que los contratantes deben respetar (Castel, 1996). El Estado
capitalista no sólo fue desplegando una serie de leyes y reglamentos, sino que
también montó un conjunto de dispositivos institucionales con recursos y
competencias como para garantizar el cumplimiento de la legislación y
eventualmente sancionar a los infractores fortuitos (departamentos de trabajo,
tribunales laborales, etc.). También en este caso, la lógica del mercado y del
interés privado (de los contratantes) se complementa con un marco regulatorio y
las instituciones especializadas que, entre otras cosas, se asientan en ese
recurso típico del Estado que es la fuerza pública. El interés privado (de
capitalistas y asalariados) y el poder del Estado se complementan para
garantizar las condiciones básicas del funcionamiento regular de la producción
capitalista.
El
mercado de trabajo es el lugar donde se realiza la distribución primaria de la
riqueza producida. Sin embargo, el Estado, a través de sus políticas, opera una
segunda distribución, llamada por esta razón "secundaria", que en
principio tiene como objetivo, entre otras cosas, corregir las desigualdades
producidas por la distribución primaria. Este modelo hizo que se considerara
verosímil y posible la realización del derecho de ciudadanía social que
garantiza a todos los individuos un grado de satisfacción determinado
("una vida digna") de sus necesidades básicas, independientemente de
su inserción en el mercado de trabajo.
Detrás
de este modelo de organización social que se dio en denominar "welfare
state' existieron
condiciones objetivas de desarrollo (capitalismo nacional, Estado interventor
con políticas anticíclicas de cuño keynesiano, etc.) y actores colectivos, con
sus intereses, relaciones de fuerza, estrategias, conflictos y demás, cuya historia
todavía no se conoce en forma exhaustiva.
El
advenimiento del Estado benefactor en la Europa de la posguerra y su despliegue
en otros continentes adoptando formas más o menos análogas en varios países de
América Latina marcó el punto más alto de lo que podríamos denominar
"capitalismo integrador" (Isuani y Tenti Fanfani, 1989b).
El
trabajo asalariado pasó de ser un indicador de opresión y oprobio a una
condición estamental dotada de un estatuto legal que la estabiliza y le
garantiza una serie de contraprestaciones no sólo monetarias, sino también
sociales (estabilidad en el trabajo, salario mínimo garantizado, vacaciones
pagadas, cobertura de riesgos de accidentes, salud, desempleo y vejez,
vivienda, formación profesional). En su momento de esplendor, a mediados de la
década de los setenta, los asalariados constituyen cerca del 80% de la
población económicamente activa de la Europa continental. En esos "treinta
gloriosos años" (como dicen los franceses) que van de 1945 a 1975, siempre
existió un porcentaje de personas que no encontraban empleo. Pero se trataba de
un desempleo funcional y, en la mayoría de los casos, temporal, al que la
sociedad hacía frente mediante el seguro de desempleo. Para las situaciones
extremas y minoritarias de exclusión social, el Estado desplegaba una
estrategia asistencial de emergencia.
El
capitalismo desarrollado fue capaz de hacer crecer en forma relativamente
continua (con sus crisis cíclicas, controladas por medidas de política
económica de cuño keynesiano) el volumen de los productos y servicios
producidos, conseguir una distribución más equitativa de éstos, lograr una
situación cercana al pleno empleo y desarrollar una estructura social donde la
gran mayoría de los individuos alcanzaba un nivel digno de satisfacción de sus
necesidades básicas. La lucha de clases se fue volviendo lucha individual por
las "clasificaciones", es decir, por escalar posiciones en esa
estructura que aparecía bien diferenciada, pero potencial- mente abierta para
todos.
1.5.
El Estado benefactor en América
Latina
Algo
parecido a ese "mundo capitalista feliz" fue realidad en los países
del Occidente más desarrollado. En América Latina, en cambio, fue más un
proyecto que una realidad. La denominada etapa de sustitución de importaciones
permitió el desarrollo desigual de los capitalismos basados en el mercado
nacional. En muchos países, tales como la Argentina, Chile, Uruguay, el Brasil
y México, los procesos de industrialización y urbanización alcanzaron ritmos
elevados durante la década de los sesenta. El grado de incorporación exitosa a
estos procesos fue muy desigual. El desarrollismo también trajo como
consecuencia la expansión del fenómeno de la marginalidad. La expansión de las
favelas, villas
miseria, callampas, vecindades y rancheríos, en las afueras de los grandes
centros urbanos e industriales, fue el signo distintivo de una época. Sin
embargo, en medio de esas dificultades se pensaba que la "villa
miseria" era una especie de situación transitoria, una
"emergencia" social temporaria que constituía la antesala de la vida
urbana formal. La ideología del progreso dominaba en el discurso ideológico de
la época tanto en su versión "reformista" como
"revolucionaria". Las fuerzas portadoras de ese proceso modernizador
en su forma típica fueron la burguesía capitalista nacional y la clase de los
asalariados urbanos organizados en sindicatos. Sus expresiones políticas no
fueron sólo los partidos. Las fuerzas armadas latinoamericanas y los
movimientos populares presididos por líderes carismáticos (el populismo) muchas
veces fueron quienes lideraron, con mayor o menor éxito, el proceso de
transformación. La fuerza del Estado fue un ingrediente fundamental en esta
alianza de poderes que presidió el desarrollo del capitalismo en la América
Latina de posguerra.
Sin
embargo, grandes contingentes de la población de América Latina nunca se
integraron en el corazón del mercado de trabajo capitalista. Los elevados
índices de informalidad, precariedad, cuentapropismo, y las poblaciones
indígenas que viven en gran parte en economías de auto subsistencia son el
testimonio del carácter desigual del desarrollo del capitalismo como modo de
producción y de vida. Esta población no integrada o parcialmente integrada en
el empleo moderno y todas sus ventajas asociadas (y que en su gran mayoría
forma parte de los rangos de la pobreza urbana y rural tradicionales) permanece
relativamente al margen de las crisis que de modo periódico amenazan la
seguridad vital de los grupos más integrados al modo de vida capitalista urbano
de América Latina.
2.
La "Gran Transformación" actual
Éste es
el mundo que se termina con las transformaciones del capitalismo actual. La
apertura de los mercados nacionales, la globalización de la economías,
alentadas por los profundos cambios en las tecnologías de la comunicación y los
transportes, la inter- nacionalización y concentración del capital en sus
diversas especies (en especial, la financiera y la científico-tecnológica) han
producido una serie de efectos sobre las configuraciones políticas, sociales y
culturales que acompañaron la emergencia y el desarrollo de ese primer
capitalismo que acabamos de describir arriba.
Hoy
tenemos otro Estado y otra relación Estado-sociedad, otras relaciones de fuerza
entre poderes económicos, políticos y culturales, otra morfología social y
nuevos dilemas de integración social. El proceso recién está en sus inicios y
las sociedades tienen más conciencia de lo que se termina que de lo que está
emergiendo. Por eso, la moda de las etiquetas "post" para calificar cambios en la cultura, la
economía, el Estado (sociedad postmoderna, postindustrial, etcétera).
2.1.
Características estructurales
En
brevísima síntesis, y sin proponer un orden o una estructura interpretativa,
éstas son algunas de las características distintivas de las transformaciones en
marcha:
a)
en la
economía:
expansión
de la economía a escala planetaria, tendencia a la liberación de las barreras
que regulaban y limitaban el movimiento del capital financiero y (en menor
medida) las mercancías, introducción creciente de conocimiento científico y
tecnológico en la producción de bienes y servicios, tendencia a producir nuevos
productos y servicios para públicos restringidos (a diferencia de la producción
de masas de tipo fordista), mercantilización progresiva de bienes y servicios,
desarrollo de pequeñas unidades productivas desconcentradas, etcétera;
b)
en la
política:
constitución
de centros de poder (y su concentración) en agencias supraestatales (mundiales
o regionales) e incapacidad para establecer regulaciones en los movimientos
financieros, privatización, delegación, descentralización, desconcentración de
competencias y atribuciones del Estado nacional hacia unidades territoriales
menores (provincias, municipios, etc.), debilitamiento de los agentes e
instituciones políticas frente a otros poderes (económicos, comunicacionales,
religiosos y demás), reducción del Estado como productor de bienes y servicios
básicos y desregulación de la economía, crisis de los sistemas de
representación tradicionales (partidos, parlamentos y otros) y en la
participación ciudadana, etcétera;
c)
en la
cultura:
contradicción
entre la imposición hegemónica de determinados modos de vida (la mentada
"macdonaldización" del mundo) como resultado, entre otras cosas, de
la globalización de las economías y las agencias de producción cultural (medios
masivos de comunicación) y procesos tales como multiplicación de las ofertas
culturales y el fortalecimiento de formaciones culturales tradicionales y
premodernas, el despliegue de nuevas y viejas formas de irracionalismo y
relativismo cultural que plantean problemas nuevos a las agencias tradicionales
encargadas de la formación de la subjetividad (familia, escuela, etc.),
predominio de una cultura que privilegia el egoísmo, lo privado, la lógica
utilitaria y calculadora por sobre la acción colectiva, la solidaridad, lo
público y el interés general, como principios estructuradores de las prácticas
sociales de todo tipo (productivas, sociales, afectivas, morales, etcétera) .
Todo
cambio social obedece a una combinación de factores objetivos cuya dinámica no
es sólo parcialmente planificada y calculada (por ejemplo, el desarrollo
demográfico o el científico-tecnológico) y de factores subjetivos que tienen
que ver con actores colectivos, intereses, estrategias y equilibrios de poder.
En parte, las transformaciones económicas, políticas y culturales fueron objeto
de una política y un proyecto que operaron dentro de un contexto objetivo
determinado.
Las
políticas públicas del denominado "consejo de Washington" o del
"neoliberalismo" fueron posibles en virtud de una modificación
significativa en los equilibrios de poder. Un dato salta a la vista: la
tendencia a la fragmentación y el debilitamiento de los actores colectivos
clásicos; en especial, la fragmentación de los actores sociales y políticos
representativos de los asalariados, como resultado de las modificaciones
introducidas en la producción capitalista. Hoy asistimos al fin de las grandes
unidades de producción típicas del primer capitalismo, la desconcentración de la
producción en unidades pequeñas, la fragmentación, particularización y
diferenciación de la fuerza de trabajo en relación con la incorporación de
conocimiento científico y tecnológico, y la aparición de nuevas y más complejas
formas de división del trabajo.
De más
está decir que, mientras los asalariados disminuyen en cantidad y calidad (se
diferencian por sector, calificación, función, tamaño de la empresa,
localización geográfica), y se debilitan sus organizaciones representativas
(sindicatos, partidos obreros, etc.), el capitalismo (en sus diferentes
manifestaciones) tiende a la concentración y aumenta su capacidad relativa de
determinar políticas públicas definiendo reglas y orientando recursos en
función de sus intereses y proyectos. Estos cambios en las relaciones de fuerza
están en la base de la instrumentación más o menos exitosa de muchas políticas
neoliberales, tanto en los países centrales como en los periféricos, en un
contexto de democracia política.
2.2.
La "cuestión social" hoy
Las
nuevas configuraciones económico-sociales de la era de la globalización
demuestran ser más efectivas para aumentar la producción que para distribuir la
riqueza. En otras palabras, vivimos tiempos en que las sociedades como un todo
son más ricas, pero también más desiguales. Cada vez mayor número de
ciudadanos, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, habitantes del campo y de las
ciudades, quedan fuera de la economía moderna, son excluidos de los frutos del
bienestar y, también, de las ventajas y responsabilidades de la ciudadanía
política.
Cada
vez se produce más riqueza con menos fuerza de trabajo y para menos
consumidores. Las Naciones Unidas estiman que en este fin de siglo, el 20% de
la población consume el 86% de los bienes y servicios contabilizados en el PBI
mundial. En palabras simples, los ricos son cada vez más ricos y los pobres,
cada vez más numerosos. Pero para comprender el carácter propio de esta pobreza
en relación con las pobrezas previas del capitalismo, es preciso revisar los
impactos de las transformaciones del modo de producción sobre la estructura y
la dinámica del empleo actual.
Hoy el
mercado de trabajo presenta algunas novedades de peso que es preciso analizar
con mayor profundidad. Entre ellas pueden citarse las siguientes:
a) El empleo se convierte en un elemento escaso en
la sociedad. El indicador más evidente es la aparición del desempleo abierto de
dos dígitos. Este fenómeno es más llamativo allí donde el mercado del empleo
formal fue capaz de incorporar a proporciones significativas de la fuerza de trabajo,
como es el caso de los países capitalistas avanzados y las sociedades
latinoamericanas de mediano desarrollo. Junto con el fenómeno del desempleo
abierto se manifiestan otras modalidades de inserción incompleta, tales como el
subempleo (individuos que trabajan menos tiempo del que quisieran trabajar) y
el desempleo oculto constituido por aquellos que, aun cuando necesitarían
trabajar, se autoexcluyen de la búsqueda de empleo, desestimulados por la
escasa o nula probabilidad de acceder a aquél.
b) El empleo tiende a la informalización, es decir,
a convertirse cada vez más en una relación social de hecho. En consecuencia, la
relación laboral está cada vez más determinada por la fuerza propia de los
agentes directos (en el límite, la fuerza del asalariado y el empleador
particular). De más está decir que esta desregulación produce una modificación
del equilibrio de poder entre capitalistas y asalariados en beneficio de los
primeros. Y por lo general, la experiencia enseña que la fuerza del derecho
laboral tuvo un importante efecto igualador (el Estado de derecho se asienta en
la igualdad de todos ante la ley).
c) La crisis de la idea de contrato colectivo de
trabajo. La relación laboral tiende a reproducir las formas originales de un
contrato individual entre asalariado y empleador. El primero suele perder el
valor agregado de la negociación colectiva, por rama o por sector. En el
límite, el capital prefiere discutir y definir las condiciones de trabajo en
forma individual con cada uno de los agentes. El debilitamiento de las
organizaciones representativas del trabajo está detrás de la decadencia de la
idea y la práctica de la negociación y el contrato colectivo.
d) La mayoría de los nuevos empleos que generan las
economías actuales son precarios, con duración predeterminada, y también
inestables. El puesto de trabajo en la economía formal había adquirido un
carácter de estabilidad que estructuraba buena parte de la vida de los
asalariados y sus familias ofreciéndoles un horizonte largo que permitía
planificar proyectos, así como calcular recursos e inversiones del más diverso
tipo (compra de bienes materiales, inversiones educativas, estrategias
reproductivas familiares, etcétera).
e) Los empleos se crean preferentemente en el sector
de la producción de servicios personales, la mayoría de ellos muy
particularizados y en pequeñas unidades productivas. La terciarización de la
economía planea una serie de desafíos a los sistemas de formación de la fuerza
de trabajo, en especial la educación formal. Las competencias que se requieren
para desempeñar estas tareas son una mezcla de conocimiento técnico (muchas
veces de carácter complejo) y de actitudes, capacidades y valores relaciónales
y comunicacionales que requieren un tiempo y recursos adecuados para su
aprendizaje.
f)
Por
último, el mercado de trabajo tiende a privilegiar el trabajo autónomo sobre el
trabajo asalariado. La autonomía supone una capacidad, por parte del
trabajador, para crear su propio puesto de trabajo y garantizar cotidianamente
las condiciones sociales de su reproducción. Y esto no se realiza sin poner en
práctica una serie de conocimientos y orientaciones (creatividad, capacidad de
iniciativa, de cálculo, de relación, negociación) cuya apropiación supone un
laborioso y costoso proceso de aprendizaje.
Las
transformaciones del trabajo en nuestras sociedades son de tal magnitud que
obligan a "reconvertir" a cantidades ingentes de trabajadores que se
vuelven innecesarios o "inempleables". Esta es la lógica que subyace
a la "cuestión social" contemporánea: a) se puede aumentar la
producción disminuyendo el empleo (en el límite se puede producir el doble con
la mitad de los empleos actuales) y b) la inserción en el mercado de trabajo
emergente requiere una reconversión de la fuerza de trabajo que ningún
espontaneísmo de las fuerzas del mercado puede garantizar.
2.3.
Los hábitus y comportamientos de la exclusión
Muchos
niños nacen y crecen en espacios sociales y en hogares que no cumplen ninguna
función estratégica para el conjunto, (desempleados, subempleados, empleados del
sector informal pobre). Su contribución a la reproducción del conjunto tiende a
ser mínima. La exclusión social se manifiesta y al mismo tiempo se refuerza
mediante la segregación espacial-territorial. En consecuencia, muchos hombres y
mujeres, niñas y niños tienen una existencia totalmente al margen, sin ningún
significado para el conjunto mayor de la sociedad mundial. Pueden existir o no
sin que esto afecte para nada la reproducción del todo. Son los que están de
más y que, en la medida en que así lo perciban, no tienen mayores razones para
vivir, es decir, para encontrarle un sentido a la vida. El Estado que
garantizaba la integración y el bienestar de las mayorías ahora se convierte en
un amplio y difuso estado de malestar, de inseguridad y de angustia de
porciones significativas de la población del planeta. Un continente entero,
como África, pareciera existir al margen de la sociedad globalizada. Sus
intercambios en el mercado mundial son de una importancia escasa.
Pero
también existen los excluidos físicamente localizados en el corazón de los
centros urbanos más desarrollados. Los guetos urbanos son como islas donde
prima una especie de extraterritorialidad social, de abandono del Estado, de
sus poderes y de sus recursos. En las periferias de las metrópolis occidentales
tienden a conformarse espacios de vida y de socialización que recuerdan a esas
sociedades con baja diferenciación funcional y escaso nivel de
interdependencia. Ni la economía de mercado ni los monopolios de Estado tienen
una presencia en estos territorios. Allí tiende a instaurarse una especie de
economía no monetaria hecha de trueque, delincuencia, intercambio de dones y
demás donde muchas veces suele regir la ley del más fuerte en un contexto de
guerra de todos contra todos donde las bandas armadas dirimen sus conflictos
mediante el despliegue incontrolado de la violencia, las venganzas, etc. Hasta
llegan a conformarse especies de monopolios provisorios de violencia física e
incluso prácticas informales de monopolios fiscales (cobro de impuestos
mediante el chantaje, peajes, cuotas de seguridad, "aprietes").
Muchos niños crecen y se desarrollan en medio de estas configuraciones sociales
donde predominan la inseguridad, la angustia, la inestabilidad, el miedo, la
ausencia de porvenir. En estas condiciones, los hábitos psíquicos que se
conforman tienden a tener determinadas características estructurales que
inducen a comportamientos acordes con los desafíos que la vida plantea en esos
espacios. Hasta podría decirse que el contexto de la exclusión es el caldo de
cultivo de habitus
psíquicos y de comportamientos violentos que están en la base de un proceso de
involución o des-civilización que puede llegar a constituir una amenaza, para
la integración del todo social.
El
espacio de vida de la exclusión marca el regreso de la heterocoacción como
principio generador de comportamientos sociales. En cada vez mayor medida, el
mundo de la vida cotidiana de los desintegrados está regido por una especie de
"ley de la jungla urbana". En estos territorios reinan el miedo, la
inseguridad, y sólo la fuerza limita la fuerza de los otros. En el espacio del
gueto y las áreas marginales de las grandes urbes de Occidente no rige la
fuerza de la ley que sólo el Estado puede garantizar.
Por
otra parte, el Estado social tiende a ser progresivamente reemplazado por el
Estado penal. La proliferación de viejas y nuevas formas de delincuencia y
conductas anómicas se manifiesta en el desarrollo de las instituciones
claramente represivas: policía, justicia y cárceles. En los últimos veinte
años, en los Estados Unidos la población carcelaria tuvo un crecimiento
espectacular, ya que pasa de 379.593 presos (1975) a 1.585.401 (1995). En este
último la tasa de encarcelamiento (número de presos cada 100.000 habitantes)
llega a 600 (Western, B.; Beckett, K. y Harding, D., 1998, p. 28). Cabe señalar
que el mundo de la cárcel es un ejemplo perfecto de heterocoacción, ya que allí
la autonomía de los individuos se reduce a su mínima expresión.
El
aumento de la tasa de encarcelamiento (número de personas en las prisiones por
100.000 habitantes) es un fenómeno generalizado en los países capitalistas
desarrollados, ya que durante el último decenio pasa de 90 a 125 en Portugal,
de 60 a 105 en España, de 90 a 100 en Gran Bretaña (incluido el País de Gales),
de 75 a 95 en Francia, de 76 a 90 en Italia, de 65 a 75 en Bélgica, de 35 y 50,
respectivamente, a 65 en Holanda y Suecia, y de 35 a 55 en Grecia en el período
1985-1995 (Wacquant, 1998, p. 5).
En los
países de mayor desarrollo relativo de América Latina, aunque no se disponen de
cifras confiables, todo parece indicar la existencia de un recrudecimiento de
las conductas delictivas, en especial en las grandes concentraciones urbanas.
Es bien sabido que la violencia genera actitudes y comportamientos violentos no
sólo en forma directa y mecánica, sino mediante la conformación de hábitos
psíquicos desestructurados, agresivos, etc. Se establece de esta manera otro
círculo vicioso que algunos creen poder contrarrestar exclusivamente empleando
las clásicas medidas represivas.
Las
formas de la exclusión y precarización laboral aportan su contribución en la
generación de personalidades y comportamientos desintegrados y desintegradores.
La experiencia del desempleo prolongado, la sensación de inestabilidad, la
ausencia de futuro asegurado generan una sensación de impotencia y una
"destrucción de las defensas psicológicas" asociada a una
desorganización generalizada de la conducta y de la subjetividad. Los excluidos
tienden a tener conductas desordenadas, incoherentes e incapaces de proyectarse
en una estrategia con objetivos a mediano y largo plazo.
Las
condiciones de vida de la exclusión hacen estragos en el proceso de
construcción de la subjetividad de los jóvenes. Para muchos de ellos "se
ha roto el lazo entre el presente y el futuro", ya que "la ambición
de dominar prácticamente el porvenir (y con mayor razón, el proyecto de pensar
y perseguir racionalmente aquello que la teoría de las anticipaciones
racionales llama la subjective expected utility) de hecho es proporcional al poder efectivo que se
tiene para dominar ese porvenir, es decir, al poder que se tiene sobre el mismo
presente" (Bourdieu, 1997, p. 262).
Los
desempleados, aquellos que sienten que "no tienen nada que hacer",
que han perdido una función social, que se han desprendido de esas cadenas de
interdependencia que nos relacionan con los demás y que proveen una identidad y
un sentido a lo que se es y se hace. Para ellos el tiempo libre es un tiempo
muerto, un tiempo inútil, un tiempo sin sentido. Esta experiencia no puede
dejar de afectar la estructura psíquica y emocional de los sujetos.
Excluidos del juego, estos hombres desposeídos de la ilusión vital de
tener una función o una misión [...] para escapar
al no- tiempo de una vida donde no pasa nada y donde no hay nada
3.
Pedagogía e integración social
El
discurso sobre la educación, en especial aquel que pretende cierta
cientificidad, es demasiado "educacionista" y relativamente
indiferente a los debates y avances que se registran en el ancho y dinámico
campo de las ciencias humanas. Por eso, predomina una visión estrecha de las
cosas de la escuela, demasiado a menudo incapaz de analizarlas en relación con
las grandes transformaciones que acontecen en otras dimensiones de la vida
social tales como las que se describen arriba.
¿Cuáles
son los grandes temas donde la cuestión escolar encuentra su razón de ser y su
sentido? En términos analíticos son tres: a) el de la producción, el trabajo y
la justicia; b) el de la libertad y la política; y c) el de la construcción de
la subjetividad y el sentido en las sociedades contemporáneas. En un primer
momento proponemos un esquema interpretativo del contenido de cada uno de estos
ejes de transformación social, luego tomaremos posición acerca de algunas
"soluciones" que se ofrecen en el campo de la política educativa
nacional.
3.1.
Desigualdades sociales y escolares
Uno no
compra educación como compra un par de zapatos. La educación de los niños, al
igual que su salud, no se compra "hecha". En las sociedades actuales
es una tarea compartida entre el propio niño, la familia, la escuela, los
medios de comunicación y los otros ámbitos de la vida social, tales como la
iglesia, la calle, los amigos, el club. Pero lo fundamental pasa por la
relación familia/escuela. La calidad de la educación siempre depende de la
cantidad y calidad de los recursos (en el sentido amplio del término) que la
familia y la escuela invierten en el desarrollo de las generaciones jóvenes.
Por lo tanto, el éxito del proceso educativo depende en gran medida de una
adecuada división del trabajo pedagógico entre las principales instituciones
socializadoras. Es bueno discutir y definir entonces cuáles son las
responsabilidades y las articulaciones pertinentes para evitar confusiones e
incumplimientos que terminan por afectar el desarrollo integral de nuestros
niños y adolescentes. En las sociedades actuales, tanto la familia como la
escuela tienen responsabilidades "indelegables". Pero los recursos
familiares, como los escolares, no están igualitariamente distribuidos en la
sociedad. Hay cosas que son necesarias para el desarrollo infantil que sólo la
familia puede proveer (el afecto y la atención particularizada, continua e
integral, la primera educación moral) y que al ser constitutivas de la personalidad
del niño son determinantes al momento de constituir su subjetividad. El amor y
el cariño de un padre y una madre (o de los hermanos, abuelos, tíos, y demás),
cuando por diversas razones llegan a faltar no pueden ser provistos por un
sistema burocrático de Estado (una especie de "ministerio del amor"
sería impensable, mientras que un programa de comedores escolares es plausible
y necesario). La educación de la familia es la educación primera y fundamental,
porque determina los aprendizajes posteriores. La institución escolar viene
después y tiene cada vez más un componente técnico-profesional.
En
América Latina, demasiadas veces, la pobreza de las familias se encuentra con
las pobrezas de la oferta escolar (Tenti Fanfani, 1995). Por lo general, las escuelas
para los excluidos y dominados son escuelas pobres desde el punto de vista de
sus equipamientos didácticos, infraestructura física y calidad de los recursos
humanos que allí trabajan. Las dos pobrezas se potencian. A su vez, los
maestros (muchas veces con la complicidad de las propias familias) tienden a
tener bajas expectativas con respecto a las capacidades de aprendizaje de los
niños que provienen de hogares carenciados. Este factor subjetivo viene a
reforzar la eficacia propia de los factores estructurales. Todo suele conformar
un círculo vicioso de la pobreza social y la pobreza de los aprendizajes
escolares.
Los
procesos de masificación de la escolaridad se han desarrollado en las peores
condiciones en cuanto a la calidad de los insumos materiales y simbólicos que
conforman la oferta escolar. El caso de la Argentina es paradigmático. Tres
cifras bastan para hacerse una idea del empobrecimiento de la escuela. Entre
1980 y 1995 el número de alumnos en la educación básica creció un 65% y el
número de maestros, un 55%, mientras que el gasto público en educación sólo
subió un 13%. Pero el sistema educativo tiene una gran capacidad para mantener
ciertas apariencias, en parte porque las familias (con aranceles, cuotas a la
cooperadora, aportes en trabajo y demás) y muchos maestros (inversiones en
capacitación, materiales didácticos, etc.) aumentaron sus contribuciones
directas al sistema educativo nacional en un monto todavía no calculado.
El
deterioro lento y casi imperceptible de la escuela de las mayorías hará pobres
a las clases populares y medias argentinas, sin que ellas se den cuenta. Las
escuelas de las mayorías van perdiendo calidad como la gente pierde el pelo:
sin estridencias, pero sin pausa. Los títulos se distribuyen cada vez en mayor
cantidad, pero ya no garantizan un conocimiento equivalente de sus portadores.
En
polos extremos de la estructura social encontramos, por un lado, a los grupos
más privilegiados, que son capaces de asegurar su propia reproducción social
enviando a sus hijos a instituciones educativas elitistas "de
excelencia". En cambio, para los más pobres no hay "buena
escuela" que alcance. En otras palabras, se requiere un mínimo de igualdad
social para garantizar la igualdad de oportunidades en la escuela, y éste es un
objetivo que excede cualquier política educativa.
La
fragmentación social de la oferta escolar, de no mediar correcciones fuertes,
tiende a reproducir la segmentación del mercado de trabajo. Mientras que en la
cúspide se ubica una minoría de empleos modernos que demandan una
"nueva" fuerza de trabajo dotada de una serie de características
tales como creatividad, capacidad de aprendizaje permanente, iniciativa,
facilidad comunicativa, predisposición para trabajar en grupo, asumir
responsabilidades y tomar decisiones en forma autónoma con bajo nivel de
supervisión, habilidad para argumentar, negociar, establecer alianzas,
administrar conflictos, en la base de la pirámide ocupacional se encuentra la
mayoría de los puestos de trabajo, los cuales están ocupados por sujetos con
perfiles de conocimientos y actitudes más bien tradicionales, que conformaban
el currículum de la vieja educación básica.
Ninguna
reforma escolar resolverá el problema contemporáneo del trabajo. Pero una
actualización de contenidos y estrategias pedagógicas puede tener un efecto
constructivo, al mismo tiempo que garantizaría una mejora de la igualdad de
oportunidades de las clases menos privilegiadas de acceder a los puestos de
trabajo más valiosos de la sociedad.
3.2.
Democracia y ciudadanía
La
política se está convirtiendo en un espacio de juego cerrado. La crisis de la
política es también una crisis de la relación de representación. El lenguaje de
los representantes es un lenguaje hermético, un doble lenguaje: para adentro,
es decir, para los colegas rivales del campo; y para afuera: para la
ciudadanía, con el fin de conseguir consenso y voto. La distancia social y
cultural entre representantes y representados aumenta la probabilidad de la
decepción de la ciudadanía. Hoy la participación supone el saber hablar, saber
qué decir, cómo decirlo, a quién y cuándo decirlo, etc. El que no puede decir
lo que siente, lo que desea o no desea, no puede "hacer cosas con
palabras" y, por lo tanto, está condenado a delegar un poder a quien sí
tiene ese "don". Y este representante, que es el que "habla en
nombre de", demasiadas veces termina usando este "capital" para
satisfacer sus propios intereses. La consecuencia es la malversación de
confianza, la traición, la promesa incumplida, la corrupción y demás que
degradan la democracia, y constituye el caldo de cultivo de los autoritarismos
más diversos.
La
primera educación democrática es la que desarrolla competencias expresivas en
la mayoría de la población: el lenguaje natural (la lengua en el sentido más
amplio del término) y el lenguaje simbólico (las matemáticas). La vieja escuela
constituyó a la formación ciudadana en una materia del programa escolar, pero
no basta aprender las "reglas" y las normas de la vida republicana
("estudiar la Constitución") para formar a un ciudadano activo. La
mejor pedagogía de la democracia es una escuela efectivamente democrática,
donde los niños no sólo aprenden conceptos, sino que viven experiencias, es
decir, votan, toman decisiones en conjunto, se hacen responsables de las consecuencias
de las decisiones que toman, argumentan, debaten, evalúan, controlan...
3.3.
El problema de la cultura y el sentido
En
cuanto a la formación moral, ética y estética de los individuos, la escuela
tiene un poder relativo, compartido con otras instituciones, tales como los
medios de comunicación, los consumos culturales, las iglesias. Pero hay ciertas
cosas básicas y fundamentales que sólo la escuela puede hacer: cosas tan
elementales y al mismo tiempo tan estratégicas como enseñar a leer y escribir,
y enseñar matemáticas, por ejemplo. Nadie aprende a leer y escribir mirando
televisión. Y tampoco aprende a entender "lo que pasa" en la sociedad
y en el mundo. Borges decía que las escuelas deberían enseñar a leer los
diarios. Hoy habría que agregar: a ver televisión y "usar" la rica
oferta de bienes culturales cada vez más al alcance de las mayorías. Pero no
basta con poner los productos de la cultura (libros, obras de arte,
grabaciones, información, datos, máquinas, discos) al alcance de todos para democratizar
su acceso. A fin de encontrar un sentido a la vida es preciso interiorizar
esquemas de percepción y de valoración. Ellos permiten dar sentido a hechos y
acontecimientos (políticos, económicos, culturales) que de otro modo parecen
incomprensibles, despojados de interés, o bien lisa y llanamente absurdos. Un
sujeto autónomo es capaz de interpretar, analizar, argumentar, demostrar,
"ver relaciones e interdependencias" entre hechos y datos que parecen
aislados e independientes, ir más allá de las apariencias y del presente, usar
una perspectiva histórica, una idea de proceso, cualidades que requieren un
tiempo de aprendizaje sistemático que sólo una institución como la escuela
puede garantizar (Tenti Fanfani, 2000).
No
existen soluciones hechas para estos desafíos. Sin embargo, no faltan quienes
tienen propuestas y programas para ofrecer.
3.4.
La solución neoliberal
Antes
que nada hay que recordar que no existen respuestas automáticas. No queda más
remedio que reivindicar la política. Pero el "Estado productor" casi
desapareció de la escena y el "Estado que quedó" es extremadamente
incapaz de cumplir con las finalidades públicas relacionadas con el interés
general. No hay consenso acerca de cuáles son sus funciones ni acerca de cómo
tiene que desempeñarlas.
Para
combatir los efectos perversos (en términos de calidad y equidad) de la
gratuidad de los servicios colectivos ofrecidos muchas veces en condiciones
monopólicas, los "neoliberales" proponen la distribución de bonos o
cupones para que aquellos individuos o familias con débil capacidad adquisitiva
puedan "comprar" la educación en el mercado. Esta capacidad de elegir
constituiría una especie de recurso en manos de los consumidores para alentar
la mejora de los servicios en términos de calidad y eficiencia.
Con
este procedimiento se evitaría que se aprovechen de las transferencias públicas
aquellos sectores que poseen ingresos suficientes para pagar de su bolsillo la
educación que necesitan. Este mecanismo estimularía una mayor competencia entre
prestadores, contribuyendo así a una mejora en la calidad de la educación
ofrecida.
El
prestigioso "más que economista" (economista e intelectual en el
sentido amplio de la palabra) Albert Hirschman sugiere atinadamente que esta
alternativa es recomendable sólo en la medida en que se den estas cuatro
condiciones:
1.
"Cuando los gustos de los individuos varían en proporciones considerables
y cuando estas divergencias son reconocidas como legítimas"; 2.
"Cuando los individuos están bien informados acerca de la calidad de los
bienes y servicios que desean, y cuando les es fácil comparar las diferentes
opciones ofrecidas"; S. "Cuando el volumen de estas compras es
relativamente poco elevado con relación a su ingreso total y se reiteran lo
suficiente para que los consumidores puedan extraer provecho de su experiencia
y cambiar con facilidad de proveedor"; 4."Cuando los proveedores son
lo suficientemente numerosos para establecer una relación de competencia"
(Tenti Fanfani, 1989b).
Cualquier
lector advertido puede darse cuenta de que estas condiciones son lógicas y al
mismo tiempo difíciles de reunir en el caso de la educación básica nacional. En
primer lugar, aquí y en cualquier parte del mundo, se considera que existen
ciertos objetivos y contenidos educativos que no pueden no estar presentes en
todas las instituciones que constituyen la oferta educativa. Por lo general se
trata de ese mínimo común denominador hecho de conocimientos y valores que es
preciso desarrollar en los miembros de las nuevas generaciones y que tienen que
ver con la formación de la ciudadanía en una sociedad democrática. Aquí las
"divergencias" no son pertinentes ni legítimas. Hay ciertas cosas que
no son materia de "elección". Por otra parte, ¿quién es el que elige,
la familia o los niños? "Estos no son —escribe Nadia Urbinati, una
politóloga italiana que enseña en Princeton— ni propiedad de las familias ni
mucho menos propiedad del Estado. La autonomía como conquista progresiva de los
individuos necesita de la protección del Estado". Más que nada, tiene la
obligación de "ofrecer a todos los instrumentos y las oportunidades para
que se formen su propia visión y vocación, en el respeto de sí mismos antes que
de los valores y la voluntad de la familia de origen".
¿Y qué
decir de las otras condiciones puestas por Hirschman? En la Argentina no existe
una pluralidad de oferta, ni el servicio educativo es objeto de "compra
reiterada" como para permitir un aprendizaje que haga posible la elección
racional del proveedor más conveniente. Además, es obvio que no se cambia de
escuela tan fácilmente como se cambia la marca de las zapatillas...
Hay que
recordar que el conocimiento es un valor cuya distribución no debería estar
determinada por el dinero, el poder político o la pertenencia a determinada
clase social, de género, étnica, etc. El criterio principal para la
distribución del conocimiento debe ser el mérito. En la base está el derecho a
que cada uno tenga una oportunidad igual de expresar sus propios talentos y de
formarse como ciudadano. Ni el mercado ni la familia son suficientes para
constituir al ciudadano de las repúblicas liberales y democráticas modernas.
3.5.
Las reformas necesarias
La
crítica de la propuesta neoliberal no justifica ninguno de los múltiples vicios
de ese elefante perezoso que es la escuela pública argentina. Pero al igual que
todas las burocracias públicas, la escuela tiene fallas reparables.
La
historia de las reformas exitosas enseña que la clave está en buscar la
"combinación óptima" de recursos y estrategias. En este sentido no
hay que temer a cierta institucionalización de la "competencia", la
emulación y la capacidad de iniciativa de los maestros e instituciones. Al
mismo tiempo, estos "automatismos" que inducen determinados
comportamientos virtuosos deben complementarse con intervenciones políticas que
orientan y estructuran "el modo de hacer las cosas de la educación"
hacia ciertos objetivos y metas socialmente debatidas y acordadas.
Y en
este sentido hay que superar esa perversa división del trabajo político donde
unos tienden a monopolizar el valor de la justicia (los
"progresistas"), mientras que otros pretenden hacer lo mismo con la
búsqueda de la "calidad, la excelencia y la eficiencia" en la
prestación del servicio (los "conservadores"). Muchas de las transformaciones
educativas en curso encuentran un obstáculo en esta tendencia al maniqueísmo y
a la polarización política que lleva a adjudicar las peores intenciones a los
adversarios. Esa postura es paralizante, políticamente estéril y
desmovilizadora, ya que excluye hasta la posibilidad de que el otro simplemente
se equivoque. En estas condiciones la política es una pura lucha entre fuerzas
(la capacidad de imponer contra la capacidad de resistir y sabotear) totalmente
despojada de toda argumentación racional, diálogo y negociación.
Más
allá de las falsas antinomias, se impone un objetivo común: más y mejor calidad
de la educación para todos y con la mayor eficiencia en el uso de los recursos,
que por definición son escasos. Sobre este consenso básico se puede desarrollar
un programa de intervención y al mismo tiempo construir las alianzas que
permitan generar la energía política y reunir los recursos necesarios para la
gran reforma que ponga al sistema educativo nacional en condiciones de
responder a los desafíos económico-sociales, políticos y culturales que deberán
enfrentar las nuevas generaciones en América Latina.
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